Aun
era una niña, lo recuerdo bien, cuando incorporé al miedo al silencio en la
casa vacía y las sombras en la noche, el temor por algo más tangible, más cruel
y también más humano y posible. Me pasé la noche en blanco a solas con la
intuición de que algo podía sucederme. Ni siquiera sabía qué era ese
"algo" y mucho menos cómo evitarlo, pero sí que estaba relacionado
con el hecho de que yo era una niña y sería una mujer. Se acabaron los
espíritus, vampiros y muertos mutantes... se había programado en mi cerebro el verdadero
terror, la posibilidad de que un hombre me hiciera un daño real. Crecemos y
asumimos que esa posibilidad existe, nos cuidamos de sortearla, pero no podemos
vivir con miedo y menos a un mal que no está en nuestras manos evitar. Vivimos
con ella, pero sin hacer una reflexión profunda acerca de su naturaleza, nos
resulta demasiado doloroso y la mantenemos en el desván de nuestras
preocupaciones. Por eso, cuando nos llegan informaciones de casos concretos,
agresiones sexuales que le suceden a personas con las que nos podemos sentir
identificadas, se disparan las alarmas de nuestra conciencia, vuelve el
verdadero miedo, pero sobre todo la rabia por la ausencia de justicia, y los
sentimientos de indignación se revuelven en la boca del estómago ante lo que
nos resulta incomprensible. Es el momento de bucear con los instrumentos de la
razón en las profundidades de ese mal milenario.
A menudo decimos ¡animales! a los
violadores, nos desahogamos sin ser muy conscientes de que el abuso sexual está
en las antípodas de la animalidad. La violencia humana, también la sexual, es
un acto de la voluntad, no un instinto irrefrenable. Si violas es porque tú has
decidido hacerlo, pensar que existe un impulso natural que coloca al agresor en
el reino de las bestias es liberarle de su propia responsabilidad y además,
asumir que es un fenómeno inevitable. Que se comporte como un animal, no
significa que lo sea. Entonces, ¿qué es?, ¿es un enfermo mental? Supongo que
entre todo el muestrario de enfermedades mentales y síndromes patológicos
encontraríamos alguno adecuado para cada caso, incluso para cualquier persona,
para mí misma. El aspecto individual existe, pero no es posible ignorar la
cultura que lo provoca y ampara, una especie de patología social que hace
posible que las peores características humanas afloren con tanta facilidad en
su zarpazo maldito.
La violación existe porque es
posible, pero no se justifica por sí misma. Decir "no violar", como
un mandamiento ético dirigido a todos los hombres del mundo, es tan vago y
absurdo como contraproducente porque no se acompaña de la necesaria reflexión
acerca de los motivos que causan y las necesarias soluciones que vayan más allá
de la mera conducta. Eso es lo que me interesa, los motivos del violador, que
tantas veces se ignoran como si fueran impensables solo por el hecho de que
nunca, jamás, bajo ningún concepto, se puedan justificar. Qué le lleva a un
hombre a utilizar la violencia sexual contra otra persona, normalmente mujer,
aunque no solo, para su propia satisfacción. Se me ocurren dos tipos de
respuestas, aunque sin duda habrá muchas más: el sadismo extremo, que coloca en
el dolor de su víctima el núcleo duro de su placer y que, paradójicamente está
cada vez más presente en el imaginario colectivo de la era de la supuesta liberación
sexual. La otra, aun peor por cuanto es más reconocible en nuestra cotidianidad
en toda su gradación, es la instrumentalización de otras personas para la
propia satisfacción, también la sexual. Se pone así la consecución del fin por
encima de cualquier medio y valor, mi ración de sexo lo justifica todo: la
mentira, la manipulación, el chantaje, la amenaza y, por supuesto, el uso de la
fuerza física y/o psicológica, en el caso de los abusos sexuales. El vacío
empático no es monopolio de los violadores, pero sin duda parece un requisito
para que estos cometan su crimen.
Todo esto se guisa en el jugo
patriarcal. Mis dedos quieren escribir caprichosamente sobre el origen de este
pócima venenosa con la que aliñamos nuestras relaciones, pero mi cerebro los
calma, ya habrá tiempo para hacerlo, estamos en plena revolución, y
precisamente por eso, no debe haber prisas. El patriarcado, decía, ese sistema
se dominio de un género sobre otro, que atraviesa todas las dimensiones de la
vida de las personas, muestra su peor cara en la violencia machista, de la que
el abuso sexual es parte. Cada insulto, acoso, norma impuesta,
sobre-explotación, roce, golpe, discriminación, asesinato, violación... a que
una mujer es sometida por el hecho de serlo, forma parte de la violencia
estructural de la que todos y todas somos cómplices en la medida en que no la
combatimos. Suena a lo de siempre, pero es que es lo de siempre y, aunque no me
gusta repetirlo, menos me gusta comprobar se sigue ignorando. Hablamos de relaciones
de poder, de sometimiento a la voluntad del otro, en las cuales la violencia es
el medio al que sólo se recurre cuando es necesario. Ese dominio traza el
laberinto en el que se quedan encerradas tantas mujeres en sus relaciones de
pareja, pero también está en la médula de todas las demás relaciones sociales,
de la ideología machista que las domina.
La violación es un símbolo, es la
profanación de lo que la cultura patriarcal ha considerado sagrado desde que
desnaturalizó el poder de las mujeres para alzarnos a los cielos de lo divino.
Es una blasfemia intolerable hasta para el propio sistema, por eso siempre la
pone en tela de juicio, siempre tiene
presente la duda. El machismo erotiza la violación para justificarla, para
justificarse. Lo vemos en los mitos griegos, en el arte, en las pinturas del
Renacimiento, en el cine… lo vemos en el telediario, en las iglesias y en los
tribunales. Allí la sombra de la duda ante la actitud de la víctima es más
opaca que en ningún otro crimen porque se niegan a reconocer(se) en un monstruo
que en realidad no es ajeno a lo que somos en cuanto miembros de esta
civilización. Solo cuando es evidente el destrozo de la dignidad, señalamos:
¡animal!, pero necesitan el dolor manifiesto o la propia muerte de la víctima
para tener la certeza de que su resistencia fue tal como para poder hablar de
violación. Si no, la duda. La palabra de ella no es suficiente, puede tener ocultas
intenciones. Pudo desear, provocar, “consentir”, y efectivamente pudo, pero eso
no hace que la violación lo sea menos desde el momento en que dijo ¡para! No es
difícil de imaginar la situación, nadie necesita que se la describa para
hacerlo, pero es solo uno de tantos casos, de todas las formas en que se puede
dar un abuso sexual o violación.
Ya
no soy una niña y sin embargo, de vez en cuando, me asalta el miedo. Pero este
ya no me paraliza, todo lo contrario, es un miedo consciente que convierto en coraje,
en reflexión, en solidaridad, en capacidad creadora, en todo aquello que mis
opresores desean eliminar de mí, de nosotras. Cada una de las violaciones que
se producen en el mundo tiene como víctimas a todas las mujeres. Su ignorancia
o justificación solo tiene como fin mantenernos en esta situación de sujeción,
por eso debemos superar nuestra condición de víctimas potenciales. Debemos
defendernos de esta nueva ofensiva patriarcal, levantar la cara y decirle al
mundo que no, que nosotras somos mucho más que eso, que no somos templos
sagrados, ni campos que arrasar en sus malditas guerras, somos personas con
dignidad inviolable que cada día levantamos el mundo dando muestras de
conservar lo mejor de la humanidad, aunque en ocasiones eso se haya vuelto
contra nosotras mismas. Hemos sido esclavizadas, pero no somos esclavas. Cada
vez que nos violan intentan hacerte creer que lo somos, pero juntas hemos sido
capaces de plantar cara a esto. Por eso ladran, por eso rabian, por eso violan,
porque intentan someterte, pero no lo consiguen del todo.