lunes, 4 de julio de 2016

365 cartas a Benita. Una.

Mi querida abuela.

Trato de imaginarte a mi edad y no sé hacerlo. Tengo treinta y ocho años y a veces siento que rozo la plenitud. Soy como las frutas que están a punto de revertarse,  pero también sé que tengo todo por hacer, que aun puedo hacerme y rehacerme una y mil veces, como si nunca se acabara el tiempo de crecer, porque nunca se acaba el tiempo, solo se inician ciclos hasta el último de tus días. Descubrir eso me sosiega, me da placer, el placer de vivirme sin la sensación de perder oportunidades que no lo son. A tus treinta y ocho, abuela, te intuyo una mujer madura, aun con todo lo que tendrías que vivir.

Parece como si la vida entonces fuera otra cosa. La vida se vivía, no se miraba como un espectáculo en el que a veces actúas y otras aplaudes. Aun no tenías a mi madre. Aun no había estallado la guerra. ¿Intuirías de algún modo lo que se os venía encima? A mi me sucede que a veces tengo miedo. Te imagino haciendo tu vida ajena al desastre que acechaba, siendo feliz o intentándolo a tu modo, que no sé cual sería, y de pronto el mundo se vino abajo. Y tienes que sobrevivir. Huyes, salvas vidas, pierdes otras. Bombas, sangre, miedo, frío. Y vida, nace mi madre y gracias a ello ahora te escribo que apenas te pude conocer.

Me pregunto cuales serían tus sueños a los treinta y ocho. Y antes, a los ocho, a los veinte. Qué mujer veías en ti cuando eras una niña. ¿Te parecías a tu madre?, ¿pensarías en la madre de tu madre como pienso yo ahora en ti?
Hay tantas preguntas sin respuestas que tendré que inventármelas. Tengo mucha tendencia a la imaginación, abuela, y voy a pensar que tu también la tenías, aunque sea mentira. He decidido crearte, traerte de nuevo a la vida para que hables conmigo y me enseñes a vivir.