sábado, 29 de agosto de 2015

MareaVerde: "Las no-oposiciones del 2015"



Recupero también un texto que publiqué en el blog de Marea Verde para que no ande disperso en el ciberespacio y sobre todo para que, cuando lleguen mejores tiempos (que llegarán), no se nos olviden los baches en los que nos hicieron tropezar y de los que nos supimos levantar.
MareaVerde: "Las no-oposiciones del 2015" (Cecilia Hernández)

Que trata de lo que verá el que lo leyere, o lo oirá el que lo escuchara leer

Recuperado del baúl de los recuerdos, un relato que hace ya diez años me atreví a presentar a un concurso de relatos (el motivo eran los 400 años del Quijote). Hoy no diría las cosas del mismo modo, seguramente ni siquiera diría lo mismo, pero la que fui también es lo que soy, así que aquí lo tenemos como los recuerdos, para hacernos saber lo que hemos perdido pero sobre todo cuánto hemos aprendido en estos últimos años. Por cierto, el concurso lo gané.


QUE TRATA DE LO QUE VERÁ EL QUE LO LEYERE, O LO OIRÁ EL QUE LO ESCUCHARA LEER.
Rucio

Me gustaba hacer una parada en el camino de vez en cuando para refrescarme y matar el gusanillo que produce el ejercicio físico en aquellos que no estamos acostumbrados a tales excesos.
El bar Yakarta se plantó ante mí aquella mañana como un oasis en el desierto, como un recurso de mi sedienta imaginación. Estaba, y espero que aun esté, situado a medio camino entre dos pueblos de la provincia de Albacete, Bienservida y Villapalacios, como una fonda quijotesca del siglo XXI y yo no pude más que detenerme en ella.
El establecimiento, como a su dueño le gustaba llamarlo, dotándole de una hidalguía que la realidad se encargaba de desmentir, contaba con un extraño nombre para tierras manchegas. Lo más exótico que lucía era el nombre, Yakarta, en un cartel que anunciaba a gritos su presencia a los caminantes despistados. Su rótulo luminoso era un recuerdo de los aires de modernidad de los ochenta, cuando aun se tenía fe en los efectos mágicos del fluorescente para atraer a los clientes. Y su San Pancracio, con su perejil bien fresquito, pues ya se encargaba Juanita todas las mañanas de cortarlos de las macetas del patio trasero. A sus pies, junto con el perejil, el cupón – que nunca se sabe, que una no cree en estas cosas, pero por si acaso…- solía decir ella cuando su marido se reía de sus ritos ancestrales.
Lo que debía haber sido un alto en el camino para descansar mis piernas torturadas, se convirtió en una costumbre. Quizá fue el poder de San Pancracio o las migas con chistorra de La Juani, pero me quedé una semana al amparo del bar Yakarta, sin hacer mas ruta que la que distaba entre mi habitación con un derecho a cocina que nunca ejercí en la pensión de la calle de la Iglesia y el establecimiento de don Ernesto Ruiz de Pacheco y su esposa.
Cada mañana me preguntaba que estaba yo haciendo allí, qué poder me atraía a un bar que no era en nada diferente a los miles de tascas con trasnochadas reliquias de otros tiempos mejores y olor a vinacho que hay repartidos por toda la España rural. La curiosidad me incitaba a saber qué había llevado a Ernesto, exempleado de correos y esposo de Juana, a dejar su Albacete natal, donde el matrimonio tenía familia, amigos y un pisito cerca de la plaza, para montar esta fonda tan poco quijotesca, que acabó dando cobijo a cuantos como yo, íbamos buscando y sin saber porqué las huellas del ilustre caballero andante.
Aquella era la ínsula de Sancho, un pequeño mundo feliz donde Manolo Escobar aliñaba mis almuerzos y hacía que La Juani volviera a ser Juanita, saliera de detrás del mostrador, con una mano en el estómago y otra flotando en el aire, meneara las caderas como hiciera veinte años antes para conquistar a Ernesto y con la sonrisa de quien puede rememorar la verdadera felicidad, entonara un “que viva España” que despertaba los sentidos de Ernesto.
Juana, La Juani, me contó cómo su marido había ahorrado duro a duro todo el dinero que necesitaron para abrir el local. – Ya ves tú qué idea tan tonta, esas cosas solo se les ocurren a los hombres - me decía ella con su deje profundo que cortaba las palabras en el aire. Pero ella le había seguido, y le seguiría el resto de su vida a donde él fuera – porque, para eso se había casado con él, ¿no? – yo asentía sin demasiado convencimiento porque no quería interrumpirla, quería que continuara narrándome la historia de este peculiar Quijote que lo deja todo, su vida de ciudadano medio en una capital de provincia, para lanzarse a lo desconocido al mando de un barco llamado Yakarta. De boca de la Juani supe que su marido había hecho la mili en El Ferrol, que allí había conocido mundo, no como ella, que nunca había salido de las cuatro paredes de su casa, nada más que para visitar en verano a los abuelos que vivían allí, precisamente, en Bienservida. Cuando se casaron su marido ya tenía una sola idea en la cabeza, tener su propio negocio y decidieron utilizar la herencia de los abuelos, el pequeño terreno que les había tocado en el pueblo, para hacerlo realidad. Pero, y porqué Yakarta, preguntaba yo con una curiosidad que a alguien con menos necesidad de comunicación que Juanita, habría podido llegar a ofender. Mientras picaba los ajos para el conejo que ya sudaba en la cazuela, me contó que así se llamaba el buque en el que podía haberse enrolado su Ernesto para viajar por todo el mundo y al que finalmente no se subió porque le pudo el recuerdo de las caderas de La Juani meneándose al ritmo del pasodoble de Manolo Escobar.

Las vidas de los demás pueden dar un sentido a las piezas descolocadas de nuestras propias existencias. Yo programé un viaje para recabar información que me sirviera para escribir las rutas del Quijote por la Mancha, de una guía de viajes seleccioné al azar una de las muchas rutas que podían servirme para ese fin. Pero ninguna de ellas narra la historia de Ernesto y Juanita, ninguna ruta señala como parada obligatoria el bar Yakarta, donde una comprende por fin, qué llevó a don Alonso Quijano a abandonar la villa que su desmemoriado creador nos oculta. No fueron los guisos los que me hicieron prolongar mi estancia en aquel pueblo, no muy diferente a los que habría de encontrarme si continuaba con mi ruta programada; fue el descubrir una verdad: que cada uno de nosotros necesita buscar una utopía que oriente nuestros pasos, Ernesto la encontró en Juanita, sus caderas y el Yakarta. Yo aun no sabía donde habría de buscarla, pero aquella primavera, siguiendo la ruta del antiguo ferrocarril que nunca funcionó porque nunca tuvo nada que transportar, entre encinas y vides, supe que debía dejar de mirar hacia atrás, para buscar el sentido de mi vida, mi propia Yakarta en la que hacer frente a los gigantes.
Don Quijote de la Mancha se echó a los caminos de la meseta acompañado de un falso escudero para vivir en un mundo que ya no existía más que en su imaginación. Por dirigir su vida de acuerdo con unos ideales le tomaron por loco. Igualmente loco fue llamado Ernesto cuando renunció, por una idea en la que sólo Juanita creyó, a sus catorce pagas religiosamente abonadas por el estado, a su pisito con geranios y vistas a un esquinazo de la plaza y a su partida de dominó los domingos por la tarde.
Yo encontré la cordura entre locos y elegí convertirme en uno de ellos porque en el bar Yakarta aprendí que no hay mayor locura que poder elegir y no hacerlo.

Madrid, 2005.