martes, 16 de octubre de 2018

Ayer te vi.

Nadie que la conociera habría apostado porque aceptara ese empleo en el depósito de cadáveres. A su compañera tampoco quisieron creerla cuando empezó y solo le quedaba ya un año para jubilarse. Parecía encantada. Asun no tanto, ella era esteticista de profesión, con más vocación que experiencia, pero maquilladora titulada al fin y al cabo. Prefería las clientas vivas, por mucho que a veces no dejaran de cotorrear y que otras tantas se quejaran del resultado. Las muertas, era cierto lo que decía Emi, tenían la gran ventaja de que le dejaban a una sacar su lado más creativo cuando le apetecía y no protestaban por nada. Es verdad que si te excedes en tu vena artística, es la familia de la difunta la que se queja; pero poco, afirmaba Emilia, con una pizca de compasión sobreactuada, al fin y al cabo tampoco están para muchas tonterías. 
- Eso, ¡y que nunca vieron tan guapa a la abuela! - Asun había aprendido pronto a bromear y ambas a reírse al unísono. Las carcajadas estallaban de vez en cuando, pero eran amortiguadas por el frío de las paredes que parecía venir a recordarles que cualquier día serían ellas las perfectas maniquíes.
A pesar de todo, Asun estaba contenta. Con Emilia aprendía mucho de tonos, volúmenes y facciones. También algo de supervivencia. La primera vez que sorprendió a Emi metiendo mano en las pertenencias de un muerto, quiso salir corriendo y no ver para no saber. 
- Anda, tonta, pero qué crees, si esto lo hace todo el mundo-. Pero Emilia Sánchez Torrejón se deshizo en explicaciones para que su joven compañera entendiera, para conmoverla y evitar así que le diera por delatarla. También para consolarla y consolar al mismo tiempo a su desgastada conciencia que ya casi se había olvidado de que aquello era robar. Con las cuatro baratijas que juntaba se ahorraba el dinero de los cumpleaños. Como la clientela solía ser mayor, y ella y los suyos cada vez lo eran más, lejos de encontrar motivos para abandonar sus prácticas delictivas, le asaltaban una y otra vez las oportunidades para agasajar a las vecinas, los cuñados y hasta al pobre Jacinto. A quien nunca regaló nada de los muertos fue a ninguno de sus cinco hijos, más por superstición que por remilgos morales, ya que para nuestra Emilia, nada de malo podía haber en redistribuir la basura. 
Asun terminó por aceptar la evidencia y, aunque nunca imitó las artes de su maestra, se acostumbró a hacer la vista gorda. Nunca se llevó nada de los muertos, salvo las hojas del cuaderno de aquella chica. 

La mujer era joven, según Emilia, mayor para Asun, protagonista al fin y al cabo de una edad que por indeterminada suelen llamar mediana. Las trabajadoras del depósito nunca eran conocedoras de la causa de la muerte de la persona con la que trabajaban, pero en ocasiones, como esta, no era necesario que nadie hablara, que nadie explicara nada. El tiempo y esmero dedicado a ocultar los moratones que hablaban por sí solos, les dieron las respuestas que no habían pedido. 
- Pero, ¿quién te ha hecho esto, mi niña?- Se lamentaba una y otra vez Emi, sin dejar de trabajar, con suma delicadeza, como si no quisiera hacer daño otra vez a una carne ya muerta. Asun, sin embargo, no era capaz de alcanzar el grado de resignación suficiente para llegar al lamento, a la compasión. Ella se quedaba en el escalón de las vísceras, el de la indignación, desde donde solo se puede maldecir. 
- Pues quién va a ser, Emi, que parece que la nueva eres tú. Esto se lo ha hecho el hijo de puta de su marido, su novio, o un ex celoso....otro maldito desgraciado. 
- Habrá que ver el telediario, a ver si dicen algo.
- Habrá que matarlos a todos, eso es lo que hay que hacer.- Y volvía junto a la mujer de mediana edad sobre la que esta vez no había bromas, ni carcajadas reprimidas, ningún intento de ahuyentar a los fantasmas. 
Asun, ausente, lidiaba con el corrector de tono para tapar el rastro de la muerte con todo su empeño, como si la asesina fuera ella. Las lágrimas de impotencia eran tan inevitables como poco profesionales, así que pensó que por un cigarrito más no pasaba nada, y salió a fumar para tratar de serenarse. Al regresar, ya con los ojos secos, se fijó en que unas hojas de papel asomaban por el bolsillo de la chaqueta colgada de la difunta, y no dudó en cogerlas. Las desdobló e intrigada, empezó a leer: "Ayer te vi...."

- ¿Qué haces, monina? Vuelve al mundo de los vivos, anda, que nos van a dar las uvas.-
- Es que...- musitó Asun, sin levantar los ojos del papel.
- ¿Qué es eso? ¿No lo habrás cogido de esta pobre chica? - estaba a punto de burlarse de su compañera en venganza por todos los reproches recibidos, pero no le dio tiempo.
- Es una carta, parece....no, son como hojas de un diario, mira, una carta de esas que no se envían nunca.-
- ¿Qué? - Emilia, que no dejaba de aplicar sombra de ojos haciendo el trabajo de las dos, no entendía nada de lo que su compañera le decía.
- ¿Nunca has escrito una carta a alguien sabiendo que no se las a enviar porque en el fondo la escribes para ti misma? - 
- ¿Me tomas el pelo, no? Muchos pájaros en la cabeza tenéis ahora las jóvenes. ¡Y muy poco que hacer por lo que veo!, tienes mucho tiempo tú para perder escribiendo cartitas que no van a ningún lado. Si le tengo que decir algo a alguien, pues le llamo por teléfono, que acabo antes, digo yo. Y si no se lo quiero decir, pues calladita estoy más guapa, y si no quiere escucharme, pues me va a escuchar de todas formas, que no está una para tonterías, vamos, anda, digo yo ¿Me estás escuchando? - 
- Escucha Emilia - y se sentó en el borde de la camilla para leer despacio y con deleite a la luz del foco que blanqueaba la cara de la muerta.

Ayer te vi. Salías de una tienda de ortopedia, creo. O quizá era de audífonos, ¿qué harías tú en una tienda de audífonos? Ni por un segundo se me ocurrió llamarte para que nos saludáramos. Aproveché que el sol te deslumbraba de frente y, mientras te ponías tus gafas oscuras, las redonditas de siempre, me agazapé tras el muro de piedra de las escaleras del metro de Noviciado. Pensé que, en otro tiempo, en otra vida, habría comentado contigo que esas escaleras eran toda una reliquia de un Madrid que ya no existía, las supervivientes de piedra en un mundo de plástico y fibra de vidrio. Me lo tuve que decir a mi misma porque tú ya no existías a pesar de tenerte en frente, tan cerca como no te había tenido desde la última vez que te vi y no te tuve.
Han pasado muchos años ya. O no tantos, ya no sé.
Toqué el granito con la palma extendida de la mano. Estaba fresca a pesar del calor de la tarde de mayo que anunciaba un verano aun peor que el anterior. Tanto calor amenazaba con otra tormenta. La piedra aún conservaba la humedad de la lluvia de la mañana, la misma lluvia de aquella otra primavera que no dejó de llover.
Entonces todo parecía distinto, con más brillo aunque la lluvia fuera igual y las piedras del metro fueran las mismas. Seguramente nosotros también las subimos entonces, mojadas o resecas ya por el sol agotador de Madrid, hasta puede que nos besáramos tras este mismo muro que ahora guarda un silencio cómplice. Aunque seguramente esto también me lo esté inventando.

Ahora pienso que debería haberte saludado. Aunque solo sea para saber qué buscabas tú en una ortopedia, aunque solo sea para saber que no me has terminado de olvidar. "Siempre tan ensoñadora, ¡te morirás ridícula!". Y sola, añado yo.
Si me hubiera interpuesto ayer entre el sol y tú, te hubiera contado que hace poco que he vuelto a nacer de nuevo. Y otra vez ha sido en mayo.
Claro que tendrías que pasar demasiado tiempo en silencio para escuchar cómo en los últimos años, desde que nos perdimos la pista, yo no he vivido, no he existido, he sido la insípida sombra de la nada. Pero, es verdad, ni nosotros nos perdimos la pista ni tú aguantarías tanto tiempo en silencio para escucharme.
Podría haberte contado que desde que confirmé por enésima vez que no estabas dispuesto a caminar a mi lado, estuve dando tumbos por las mejores camas de los peores antros, descubriendo por fin que era cierto eso de que nada tienen que ver el sexo y el amor. Y tanto los distraje para que tu fantasma dejara de perseguirme, que me creí capaz de sobrevivir después de haberte enterrado.
Pero la tumba era para mí.
Qué cara habrías puesto si te llego a contar que me convertí exactamente en lo contrario de lo que había tratado de ser contigo, de ser para ti. Todo tu paternalismo habría llenado la acera para conducirnos, en una especie de alfombra voladora, a la primera cafetería que encontráramos y allí, una vez más, tu escucha sería más importante que mi voz.
Y esta escena no sería inédita sino un capítulo más de nuestro constante déjà vu en el que uno de los dos siempre sale perdiendo y ese alguien nunca eres tú. Yo te habría vuelto a dejar ganar, a pesar de saber que solías hacer trampas.

Habría sido tan fácil darte la oportunidad de salvarme. Todo volvería a encajar. Yo te cuento cómo me dejé atrapar por un desgraciado que pretende seguir haciéndome la vida imposible aun después de haberle abandonado, o tal vez porque lo he hecho. Brindamos por la vida y evitamos así dar gracias a Dios por los hijos que no me ha enviado. Los pasos están marcados, yo te explico y tú no entiendes, como si lo viera. Que no me reconoces, dices. ¿En qué no me reconoces? ¿Acaso no soy yo la misma que se hubiera bebido hasta tus palabras sobre la fría mesa de mármol que nos une y nos separa? Te parece imposible que un hombre me haya convertido en un felpudo porque te has olvidado de cómo yo era capaz de mimetizarme en tu sombra para seguir tus huellas. Como si fuera imposible que mi cuerpo se hubiera vuelto a hacer de agua.
Lo peor es que tendrías razón, por eso hice bien en no pararte ayer, a pesar de que nada hubiera sido más gratificante que ver cómo te quitabas las gafas y desnudabas tus ojos miopes para verme sin creerlo. Como aquella otra vez, aquel otro mayo, ¿te acuerdas?
En ese bar con olor a lejía y boquerones en vinagre que yo he creado para nosotros, después de brindar y acabar mano a mano vaciando el platillo de las aceitunas, puede que hubiésemos llorado. Lloraríamos, yo de suerte, de la buena y la mala. Tú de culpa y porque crees que es lo que toca y así me lo harías saber, con un discurso racional, algo aséptico, siempre justificador, que interrumpe ya para siempre el mío. Has vuelto a romper el hilo. Has reconstruido el muro que te protege de mí. Y aun así, puede que esa tarde acabáramos haciendo el amor. Mucho amor y poco sexo, que es el contexto en el que siempre nos hemos sabido manejar tú y yo. Porque entre nosotros se trataba más de saber que de sentir. Y en ese juego, el miedo a perder, te retiraba de la competición siempre antes de tiempo.

Ahora lo pienso y sí, desde luego que me quieres, o al menos me querías entonces, a tu manera que para mí nunca fue la buena.
Te diría que ya no importa, que ya da todo igual, pero mírame. Pasé página dejando una esquina del papel doblada por si se me ocurría releerte. Nunca lo hice aunque a menudo lo pensara. Tenemos la absurda manía de complicar lo real con fantasías y deseos, quimeras que arrastramos como si nos pertenecieran de forma indisoluble para no dejarnos disfrutar de las elecciones que hacemos a cada momento. O para protegernos de ellas como una luz de consciencia en las tinieblas.
Yo me propuse ignorar que algún día exististe y no fue difícil mientras lo real no me mostró su cara más vulgar.

Cuando conocí a mi carcelero ni siquiera me gustó. Al menos no más que otros tantos con quienes quise invertir las coordenadas para olvidarme de todo y disfrutar, al fin, de un cuerpo que nunca se había sabido libre, hermoso.
Lo hice y me gustó. Me gustó más hacerlo con él que él, pero para cuando quise saberlo ya se había colado por las grietas de mis rutinas hasta ser parte de ellas. Puedo ser tan lenta de reacción como rápida de pensamiento y en esta ocasión no estabas tú para preguntarme qué narices estaba haciendo. Más bien al contrario, yo parecía querer contradecir a una voz interior que aún llevaba tu timbre.

Todo el mundo parecía encantado e insospechadamente yo misma disfrutaba al complacerles con mis nuevas costumbres. Por fin había sentado la cabeza, pensaban. Por fin con un hombre normal, por fin con un hombre que no eras tú. Todos se alegraban de mi felicidad pero no más que de poder dejar de preocuparse de mí. Mi supuesta meta alcanzada era su éxito, me habían convencido para cazar a un hombre y nadie supo ver que la presa era yo. Sabía que detrás de la alegría de muchos había un regocijo oscuro, la satisfacción de saberse vencedores en las apuestas. Verme caminar de su brazo era el símbolo de una victoria en la que yo era al mismo tiempo la derrota y el trofeo.
Todo estaba en orden, por fin había entrado en razón y dejado atrás mis monsergas sobre la independencia y la deseable soledad.
El nuevo orden giraba en torno a la normalidad. Me pude relajar al no tener que elegir a cada paso. Haría mi vida junto a un hombre normal, con un trabajo normal, con una hipoteca de por vida que no le quitaba el sueño porque era lo normal. Tanta atroz normalidad no consiguió espantarme ni me alejó de las pantallas gigantes donde nos tragábamos los partidos del mundial y las series más vistas del momento. La novedad de las rutinas de otros no me alertaron de las bromas de sus amigos ni de sus comentarios sobre los míos. 
Con él estaba conociendo un mundo del que siempre había estado al margen. Íbamos al cine, procurábamos no hacer colas, nos rodeábamos de parejas que parecían clonadas entre sí cuyas vidas no nos importaban en absoluto. Reíamos y follábamos a partes iguales hasta que dejó de hacerme reír y para compensar solo quería hacerme el amor. Como si el amor se hiciera solo por el hecho de compartir una cama.
No me di cuenta de la situación, y ahora me llamo tonta por ello tantas veces al día como acabó llamándomelo él a mí durante los últimos tiempos del infierno.

Lo que nadie sabía es que en el mejor momento de mi vida yo dejé de pensar, y me gustó. Ya lo hacían los demás por mí, especialmente él.  Me resultó cómodo, nadar a favor de corriente tenía sus ventajas. Me mudé a su piso en Canillejas con la excusa de que me quitaba cuatro estaciones y un trasbordo hasta el trabajo. Me negué a vender el mío, a pesar de que él insistía de forma obsesiva en que lo hiciera, o quizá fuera precisamente por eso, por su forma de insistir por lo que no lo hice. Menos mal, si no ahora hubiera tenido que pedir asilo en casa de alguna de las pocas amigas que aún conservo. Las otras, las menos resistentes, se cansaron de insistir. No las juzgo, ellas tienen su vida y no tuvieron la intuición para ver en qué estaba convirtiendo yo la mía. Puede que incluso alguna esté recorriendo mis pasos y yo ni siquiera lo sepa. Nada llamaba la atención, nada nunca llama la atención a quien no quiere ver más allá del cuento de amor. Yo estaba tan enamorada, debían pensar, que me centraba en mi relación como ellas habían hecho en su momento en la suya, y no tenía tiempo para nada. Es lo normal. La vieja y maldita historia de siempre. Y todo era verdad menos el amor.

Lo cierto es que yo estaba agotada de tomar decisiones que, al menos entonces, pensé que siempre habían sido erróneas porque siempre me habían conducido a ti. Y tú ya no eras, ya no podías existir. Te había matado y debía sobrevivirte como fuera. Y fue de la peor manera. Con una nueva forma caminar en la que yo me dejaba llevar. Me dejé crecer el pelo, más por dejadez que por elección estética. Me teñí las canas sólo para dejar de escuchar lo mal que me sentaban, lo mucho que me avejentaban, lo guapa que estaría si me arreglara. Me convencí de que realmente algo estaba estropeado en mí. Adelgacé los cinco kilos que lejos de sobrarme me faltaban y dejé de ser inoportuna.

Puede que mi último pensamiento original fuera el de la rendición. Para sobrevivir a esta metamorfosis, a este nivel de desengaño, tuve que dejar de sentir. La mujer que vivía en mi cuerpo ya no miraba la celosía que pintaba el sol en el césped al filtrarse entre las hojas de los árboles. Los niños, arrastrados lentamente por sus abuelas, habían dejado de devolverme la sonrisa cuando se cruzaban conmigo en el parque. Incluso había dejado de ir al parque a leer. Había dejado de leer. La mujer que portaba mi cuerpo me guardó muy dentro de sí para tratar de ocultarme a la persona me estaba convirtiendo. Y mientras no supe, no vi, no sentí, todo fue bien.

Como todos los novios planeábamos un futuro y nos inventábamos un pasado. A sus preguntas le atribuí desde le principio una intención inquisitoria, por eso, aunque nos habíamos conocido follando nunca le di detalles de lo lejos que había volado mi espíritu en otra vida, antes de que juntos empezáramos a fabricar esta otra de cartón piedra. En el fondo era digno de compasión, todos sus intentos por calarme hasta los huesos fueron en vano. Y él no podía conformarse con arrastrar el cuerpo de su presa, quería poseer a la mujer que yo fui un día y ya no se encontraba en el espejo cuando se miraba. Quería encontrarla solo para darse el gusto de destruirla, pero no le dejé.

Rastreaba fotos, libros y recuerdos en busca de pistas sobre quién era yo realmente cuando fui sin él, provocaba chispas que pudieran encender la luz que enseguida se encargaba de apagar para hundirme más a base de sarcasmo y humillación. Si hubiera encontrado mis diarios me hubiera molido a palos mucho antes de lo que lo hizo y todo habría sido más fácil.
El golpe no llegó por sorpresa. Siguió el guión de un manual que yo conocía a la perfección; pero predecir el siguiente paso no siempre es suficiente para evitarlo.

El tiempo, los meses, los años, inalterables, llegaban y se iban para que nada retuviera yo ya en mis manos. Era una autómata, un prototipo de animal de compañía al que hay que alimentar por dentro y decorar por fuera para que nadie note que en realidad es una muerta, un cuerpo inane que casi no sirve ni para acompañar. Yo que me había comido el mundo me abandoné a la idea de sobrevivir con poca agua. Era un cactus. La terapeuta me sentenció depresión y al agua le añadió unos componentes químicos que me ayudarían a dormir por las noches y despertar por las mañanas. Pero el mal no se iba y el coro que acompañaba mis dramas se empeñó en que lo que yo realmente necesitaba era ser madre. Un hijo llenaría mi vida y le aportaría un sentido más elevado que yo y mi egoísmo. ¡Panda de descerebrados!, menos mal que mi desidia no me impidió llevar las cuentas de mi naturaleza y el azar estuvo de mi lado para evitar el milagro. Él, por supuesto, parecía encantado en su nuevo papel o quizá disimulara tan bien como yo. Supongo que hacerme madre era una forma de atarme, aunque también de perderme en parte y eso, en el fondo le atormentaba tanto como no conseguirlo. Me culpaba a mí de nuestro fracaso y yo, callada, asentía, por que por una vez tenía razón. Yo no ponía empeño, decía. Para que su esfuerzo diera frutos yo debía al menos tratar de disfrutar. Y aprender a hacer las cuentas, a conocer mi cuerpo, a satisfacer a un hombre, pero ni para eso valía según él. Definitivamente era una inútil y menos mal que había dado con él, porque no todos los tíos iban a tener tanta paciencia como para aguantarme. Yo ya había dejado de llorar. 
Pero ¿realmente llegué a creerme sus palabras en algún momento? No puedo decir que en los momentos de desamparo no buscara su consuelo. Él, la persona que aprendió lentamente a torturarme con sus desprecios era la única que tenía la llave para sacarme del agujero al que me dejaba caer con mi desidia. 

Se llamaba Guillermo, creo que aun no te lo había dicho. Me duele hasta ver escrito su nombre. Es un dolor interno, sordo, que se me ha instalado en la boca del estómago, donde reside el alma y la vergüenza. Ahora estoy aprendiendo a perdonarme, a no sentirme culpable por haberme dejado someter. Los mismos que entonces celebraban mi huida hacia adelante de la mano de Guillermo, hoy me preguntan qué pude ver en él. Algunos, los más repugnantes, quieren saber incluso porqué lo aguanté. Como si yo hubiera aguantado algo, como si yo no me hubiera limitado a hacer exactamente aquello que se esperaba de mí, la gran actriz en una comedia escrita por ellos y que finalmente acabaron en drama. 
Mi pareja se esforzaba en ser un buen verdugo. En el fondo quería ser un virtuoso, se negaba a ser el mediocre que todos veíamos en él y nunca se conformó, como otros, con arrastrar a su lado, presumiendo, el cuerpo de su víctima. Eso hubiera sido demasiado vulgar. Guillermo quería poseer a la mujer que yo podía ser y ya no era, la que él mismo había hecho desaparecer y ya no aparecía en el espejo debajo del maquillaje que durante un tiempo solo tapó arrugas y ojeras.

El día que me fui a trabajar en zapatillas de casa tomé conciencia de mi estado. -¿Qué culpa tiene él de tus despistes, mujer?- me quiso confundir la inútil de mi terapeuta. La noche anterior, le conté, habíamos hecho el amor de forma salvaje.... Al terminar, en lugar de instalar el muro entre los dos, estuvimos un buen rato hablando. Yo me atrevía a decirle que sentía cómo la vida se me iba entre las manos y él me prometió que haría lo que hiciera falta para que no me fuera de su lado, que no podía soportar la idea de perderme. Esta bonita recreación fue la versión oficial que oculta el hecho de que aquella noche Guillermo me violó. No fue la primera vez, pero sí la más evidente, la más violenta. Cuando por fin terminó yo esperaba que cayera muerto de sueño, ya que no de asco de sí mismo. Sin embargo, prefirió seguir torturándome, no había tenido bastante. Burlarse de mí, de mi llanto, de mi forma de suplicarle que parara, era una forma de continuar sin esfuerzo. Era su poder y sabía ejercerlo con gusto. Aquella noche traspasamos todos los límites, él los de la humanidad, yo los de la dignidad por no salir corriendo de allí.
Al día siguiente me fue a la oficina en zapatillas rotas. Me ocurría a menudo que sentía que todos los ojos se posaban en mí. Había desarrollado una especie de manía persecutoria y me estaba casi acostumbrando a que los ojos de la gente fueran de mis pies a mi cara con esa mueca burlona que algo en mí provocaba. Eran ojos censores que cuestionaban mi pelo, mi falda y hasta mi forma de andar. Cuando aquella mañana en el metro, de la mueca pasaron a las risas a medio disimular, no me sentí peor que cualquier otro día. Traté de superarlo leyendo los mensajes de perdón que Guillermo me había estado enviando desde que salí de casa. Tan fuera estaba de mí, que por un momento llegué a pensar que era verdad, que yo con mi actitud le había dado pié a que viviera su propia fantasía. Incluso me daba las gracias por mi tremenda actuación, reconociendo, eso sí, que a lo mejor se le había ido un poco de las manos, que la próxima vez sería más cuidadoso. ¿Qué debía pensar yo? No pensar, mejor no pensar, no meter la pata, no empeorar las cosas, dejar que pase el tiempo, el tiempo que todo lo cura, que todo se lo lleva, todo volverá a encajar, todo irá mejor....
- ¡Adela!¡Adela!- Toni, el compañero con el que solía coincidir en el metro, me sacó a gritos de mi laberinto interior. -¿Qué te pasa, mujer?, no sabía si ibas llorando, dormida, hablando sola. No sé, tía, tú no estás bien- y sin atisbo de burla, me señaló los pies. 
Tres de los cuatro ojos supervivientes del oso panda que decoraba mis viejas zapatillas se rieron de mí desde el suelo y me hicieron ver que había tocado fondo. 

El dedo pulgar del pie izquierdo amenazaba con escaparse y yo me acordé de ti. Entonces sí, se abrieron las compuertas y desde ese momento no pude parar de llorar. Hice caso a Toni y llamé al trabajo fingiendo gastroenteritis. Desde casa llamé a Guillermo para contarle el incidente pero no me contestó. Lo hacía a menudo, guardar silencio en los momentos importantes, para aumentar mi desasosiego. Yo no necesitaba más que una palabra de consuelo que cerrara el grifo de mis lágrimas, pero no debió encontrar un minuto para devolverme la llamada. Y así hacía crecer una vez más su poder. 
No comí, me acosté no sin antes pedir cita para la psicóloga y, mientras sentía el efecto del orfidal pensé que tendría que bajar al trastero a por la maleta. Me desperté ya de noche, él no estaba, pero sí su mensaje en el móvil: una palabra,"Ridícula" y diez osos pandas. 
El médico me dio unos días de descanso pero yo no pensaba volver al trabajo. Toni y unas compañeras a las que ya daba por perdidas vieron lo que yo no era capaz de ver. Bajaron a por la maleta, desecharon lo prescindible y pusieron en marcha un plan de fuga infalible. Pero yo les fallé.
Aquella noche, dos semanas después de la violación y las zapatillas en el metro, yo iba a dejar a Guillermo. La compañera de Toni, me esperaba abajo, con la puerta del maletero abierta y el corazón en un puño. Nada iba a salir mal, nada podía salir mal, habíamos contemplado todos los imprevistos. Todos, menos las lágrimas de Guillermo. 
Le esperé con el cenicero lleno y la maleta pegada a las piernas. En dos semanas habíamos perdido la capacidad de mirarnos a los ojos y yo no estaba preparada para su reacción. Miró la maleta, con esa rara capacidad que tiene de perdonar con la mirada mientras exige ser perdonado, y no necesitó que hablara para comprender. Aún así hablé y en lo que tardé en pronunciar un - No puedo más, me voy-, por sus ojos pasó la sorpresa, la humillación, el enfado y la ira, pero todo ese espectáculo quedó oculto tras el telón de las lágrimas. Y me lo creí. Nunca le había visto llorar, al menos no suplicar y humillarse de esa manera. Quiso fingir que me daba el poder pero en realidad lo único que me dio fue pena, mucha pena, tanta como para llamar a Rosa, la mujer de Toni y pedirle que se fuera porque me había precipitado y nos íbamos a dar otra oportunidad. 
Todos sabíamos que era mentira, que no había ninguna precipitación. Lo sabía Rosa, que trató de justificarme ante la impotencia de su chico que quería subir a sacarme por la fuerza de la casa. Lo sabía Guillermo, que aunque tratara de mantener la farsa durante un tiempo, no resultó mucho mejor actor que pareja. Y lo supe yo desde el primer momento en que claudiqué, mientras sacaba lo imprescindible de la maleta y desoía una voz lejana, de acento también lejano, que me decía no, que lo único imprescindible era que me marchara de allí. 

Supongo que no llegó a un mes el tiempo que tardé en rehacer la maleta que había guardado debajo de la cama. Esta vez la tuve que hacer yo sola. Me costó agacharme porque ya tenía las costillas doloridas. Estoy segura de que si Guillermo hubiera encontrado este diario, si hubiera sabido lo que en realidad yo era por dentro, a pesar de mi apatía y mi docilidad, me habría matado. Entonces lo intuía, ahora lo sé.
El día que salí huyendo no pude recoger todas mis cosas. Nada me importa, en realidad quiero que lo tire todo y se olvide de mí de una vez. No quisiera existir para él ni siquiera en su recuerdo. Sin embargo él se empeña en aferrarse a esos objetos sucios, contaminados de él para mantener un hilo que nos una. Un hilo invisible con el que me asfixia, con el que me sigue atando. En varias ocasiones ha enviado a su hermana para, amablemente, traerme cosas que él cree que yo necesito y que acaban sistemáticamente en la basura, junto con sus retorcidos e inverosímiles mensajes de arrepentimiento y perdón. Parece no conocer los límites de la dignidad y ha llegado incluso a chantajearme. Asegura que si no hablo con él, se mata. Yo por mi parte, si no le siguiera teniendo miedo, le diría que no me diera falsas esperanzas. Al menos ya no amenaza con matarme a mí. Es un chiste, macabro, pero un chiste, como casi todo lo que me pasa últimamente, como encontrarte ayer en la calle San Bernardo. Una broma pesada, no de mal gusto aunque sí pesada que viene a revolverme en el momento más inoportuno.

Yo no sabía hasta qué punto estaba protagonizando una de esas historias que les pasan a otras mujeres, en otros barrios. Otras, las que no saben de la vida, las que no se quieren, las que no se defienden. Ahora que sé que yo soy una de esas otras y sé como acaba el cuento demasiadas veces, no pienso seguir viviendo con miedo. Eso lo sabe una parte de mí, la fuerte, la que te escribe esta carta porque sabe que no la vas a leer, porque no va a acabar en un buzón, porque ni es una carta ni la va a leer nadie. La otra parte prefiere pensar que no es para tanto, y en vez de contar todo lo que acabo de escribir en este feo diario le digo a la gente que no, que Guillermo no es como esos monstruos, que cuando hizo lo que hizo fue porque se vio superado, no supo reaccionar porque todos sabemos que es muy impulsivo, nunca le han enseñado a canalizar sus sentimientos y miles de excusas absurdas más. Todo antes de reconocer que me equivoqué y me dejé dominar. Me tienta creerme mis propias mentiras.
Prefiero no pensar.
Desde que ayer te vi soy otra persona, tu sola imagen me ha hecho recordar que yo era quien podía con todo, que un día opté por gobernar mi vida y liberarme de toda imposición. Qué lejos queda ya esa otra vida, la buena, la de verdad. Recuperar esa luz me ha hecho escribirte esta carta al vacío, a un espejismo de ti y me ha servido para liberar mis fantasmas. Soy fuerte y además lo sé.
Todo este proceso me ha dado fuerza para aceptar que venga hoy la hermana de Guillermo a devolverme mis libros. Echo de menos la mitad de ellos. 
Me siento tan firme y confiada que me he olvidado de pedir ayuda. Siempre lo hago, siempre que ha venido Estefanía a traerme algún paquete, alguien viene a acompañarme para que el energúmeno de su hermano sepa que no estoy sola. A veces es Toni, pero la mayoría de las veces es Rosa, que se ha convertido en mi tabla de salvación. Lo cierto es que desde que ayer te vi he tenido la cabeza tan llena de espuma que no he caído en ello. Ahora que lo pienso, esta vez Estefanía no me ha venido con la absurda pregunta de si puede acompañarla su hermano. Lo hace siempre aun sabiendo de antemano que la respuesta será negativa. No entiendo a esa mujer, ella sabe cómo es Guillermo, sabe lo que me hizo y yo sé que lo siente de verdad; y aun así colabora con él, es su cómplice.
Espero que no se le ocurra presentarse aquí. No tengo ni idea de qué Guillermo entraría en escena. - Te vas a morir ridícula...- siempre esa maldita frase que me viene a la cabeza con su imagen. Pero el único que haría el ridículo hoy aquí sería él. En parte me gustaría poder decirle todas estas cosas que solo contigo en mente están brotando de mi pluma. Es como si hubieran estado escondidas en un pozo que de pronto se ha abierto y ahora pugnan por salir a la luz. "Payaso, nunca te he querido", podría escupirle a la cara. Y después describirle la realidad que él no sabe que he vivido, decirle que solo narcotizada era capaz de dormir a su lado. Que me hubiera matado antes que tener un hijo suyo, que mientras estaba con él no era yo, que tuve que guardarme para que no me intoxicara con su grotesca forma de entender la vida. Echo espuma por la boca y devoro cigarrillos mientras escribo esto y revivo tanto dolor inútil. El miedo se transforma en odio y casi deseo que venga, le mataría con mis propias manos como él hizo conmigo con sus gestos durante años. Si supiera todo lo que yo sé sobre su cerebro y su forma dañina de funcionar. Si supiera lo que he escrito aquí, esta vez sí acababa con todo, no soportaría la humillación, sobre todo saber que es a ti a quien me dirijo. 
Llaman, sube Estefanía. 
Escondo el diario. 
No me fío.



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